El
psicólogo inglés Adrien Raine cree que para encontrar el origen del mal hay que
hurgar en el cerebro. Por eso, en 1994 fue uno de los primeros en aplicar la
entonces naciente Tomografía por Emisión de Positrones (PET, por su sigla en
inglés) para examinar a 41 asesinos recluidos en una cárcel de los Estados
Unidos donde trabajaba. El resultado fue asombroso: el área prefrontal de su
cerebro mostraba un funcionamiento muy bajo comparado con el de individuos
normales.
Esta área
controla los impulsos de matar en momentos de ira. “Es como el ángel guardián
del comportamiento y sin él, el diablo toma el mando”, dice Raine. Ese
funcionamiento precario puede llevar a que el freno que detiene a las personas
no funcione y se produzca un accidente, en este caso, un crimen. También genera
adicción al riesgo, reduce la habilidad para resolver problemas y promueve
otros rasgos que predisponen a la violencia.
Los
resultados no se publicaron porque, para entonces, cualquier indicio de un
componente biológico en el comportamiento criminal se consideraba racista y se
asociaba con las ideas de eugenesia de la Alemania nazi. La persecución de los
judíos y la idea de una raza superior se basaron en las teorías de Cesare
Lombroso, fundador de la criminología moderna, quien las postuló en 1876 luego
de hacerle la autopsia a un asesino.
Concluyó
que los criminales eran humanos poco evolucionados y que se podían identificar
solo con ciertas características físicas, como quijada larga y frente achatada.
Basado en ello, hizo una jerarquía evolutiva en la cual los judíos e italianos
del norte ocupaban los primeros lugares y los italianos del sur, peruanos y
bolivianos, los últimos.
Con los
horrores de la Segunda Guerra Mundial, esta teoría y las que señalaban la
biología como responsable de la violencia humana perdieron toda credibilidad.
Así, en la segunda mitad del siglo XX imperó la noción de que el caldo de
cultivo de la violencia eran los factores sociales y económicos. Solo ahora,
cuando los avances en genética y neurociencia han abierto la mente de nuevo a
estas teorías, Raine sacó a la luz el libro The Anatomy of Violence, una
recopilación de la evidencia científica de sus 35 años de investigación sobre
las raíces biológicas del mal, un campo que él llama neurocriminología.
La
novedad de su tesis es que no se centra en el debate de si el criminal nace o
se hace, como antes, sino que demuestra que los antisociales son producto de
una mezcla compleja de estos dos factores. “Sin duda el ambiente también hace
al criminal, pero no se debe ignorar esa base fisiológica”, dijo a SEMANA el
autor y hoy profesor en la Universidad de Pensilvania.
Gracias
al estudio pionero de 1994 y a otros, como el realizado en 2009 con psicópatas,
que son individuos que carecen de remordimiento, Raine ha hallado que el
cerebro de los criminales es diferente y funciona deficientemente.
En este
último trabajo encontró que estos tienen en promedio un 18 por ciento más
pequeña la amígdala, una región que se encarga de procesar emociones como el
miedo y es crucial en decisiones morales. Por dicha configuración mental los
psicópatas planearían sus delitos sin sentir miedo de violar las leyes, ni
empatía por sus víctimas.
Sin embargo,
también ha encontrado que muchos aspectos ambientales pueden causar esos
cambios en la estructura física del cerebro. El consumo de alcohol y tabaco
durante el embarazo, la mala nutrición en los primeros años de vida, el abuso o
la negación de las necesidades afectivas del niño producen cambios cerebrales
que se traducen en un comportamiento más agresivo al llegar a la edad adulta.
El experto también cree que el plomo está directamente relacionado con la
violencia.“No hay otro factor que dé cuenta del insuitado incremento de la
violencia hasta 1993 en Estados Unidos ni de la caída precipitada posterior”,
señala.
Un
estudio hecho en 2002 por la Universidad de Duke, Estados Unidos, en una
comunidad de Nueva Zelanda, relaciona también la influencia del ambiente y la
genética con el comportamiento violento. Se encontró que los individuos con una
versión de un gen que produce una enzima conocida como Maoa, y que además
habían sido abusados en su infancia, tenían más riesgo de ser criminales cuando
adultos.
Un
accidente o una enfermedad también pueden modificar el cerebro. El caso más
sonado es el de Charles Whittman, un ingeniero de 26 años que mató a 17
personas en la Universidad de Texas y luego se suicidó. En la autopsia se
encontró que un tumor que hacía presión en la amígdala habría incidido en su
comportamiento.
Sin
embargo, Raine considera que no todos los que tienen un cerebro criminal pueden
llegar a serlo, sino que, como en cualquier enfermedad, las posibilidades
aumentan mientras más factores de riesgo biológicos y ambientales acumule una
persona.
Por eso,
Raine cree que esta nueva evidencia tiene que modificar el modo como hoy se ve
y trata a los criminales, pues “si hay una disfunción biológica, ¿cómo la
Justicia puede castigarlos como hoy lo hace?” Según él, la neurocriminología ya
se aplica en Estados Unidos para disminuir la pena de ciertos criminales, como
Donta Page, quien en 1999 violó y asesinó a una mujer en Denver. Gracias a las
imágenes que Raine aportó, Page se salvó de la silla eléctrica.
La
neurocriminología también sirve para tomar mejores decisiones frente a los
delincuentes próximos salir a la libertad. “Si se tiene en cuenta el factor
biológico, se puede saber con antelación si un individuo reincidirá”, asegura
Raine. Esto se observó en un reciente estudio hecho por Kent Kiehl, de la
Universidad de Nuevo México, al analizar los cerebros de 91 convictos a punto
de salir.
Kiehl
encontró que los que tenían baja actividad en la corteza cingulada anterior
presentan un doble riesgo de volver a delinquir en los cuatro años siguientes a
su retorno a la sociedad.
Según
dijo a SEMANA el abogado penalista Wilson Martínez, la investigación de Raine
es interesante para las políticas públicas en salud y educación, “pero no tiene
efectos en el ámbito de la responsabilidad penal”, puesto que aun la ciencia,
salvo en contados casos, no ha podido demostrar que ciertas condiciones
biológicas llevan a la persona a cometer crímenes involuntariamente. “A pesar
de sus condiciones, la mayoría de estos cumple con los requisitos de
imputabilidad”, dice Martínez.
Raine
cree que la polémica es interesante. “No por el hecho de que encontremos una
causa de la violencia debemos excusarlos”, dice, pero agrega que si hay
factores tempranos, fuera del control de individuo, que moldean su riesgo de
ser criminal, no debería ser totalmente responsable de sus actos.
Debería
haber instituciones, y no cárceles, que los trataran bajo una óptica más terapéutica
que punitiva. De hecho, ya hay en ciertas prisiones métodos de meditación con
conciencia plena o mindfulness para modificar la estructura del cerebro de los
presos. En todo caso, lo importante para Raine es que este estudio lleve a
prevenir el crimen. “Espero que la sociedad comprenda que hay otras maneras de
ver la violencia: a través de los lentes de la biología. Enfocarse solo en lo
social es engañoso”, dijo a SEMANA.
Mezcla violenta
Estos son
algunos de los factores de riesgo.
Ambientales
·
En un
estudio hecho en 1984 con niños daneses, Sarnoff Mednick encontró que, de
aquellos cuyos padres biológicos no tenían historia criminal, el 13 por ciento
fue condenado de adulto por actos violentos. Pero de aquellos con padres con
tres o más crímenes a cuestas, el 25 por ciento también fue criminal.
·
El plomo
afecta el cerebro de los niños. Se cree que la presencia de este metal en la
gasolina entre 1950 y 1970 causó el incremento de los índices de violencia en
Estados Unidos.
·
Investigaciones
científicas han hallado que las madres que fuman y beben durante el embarazo
dan a luz a niños que en el futuro tienen un comportamiento más agresivo. Las
complicaciones en el parto y la mala nutrición también son factores de riesgo.
Genéticos y biológicos
·
En 1993,
científicos holandeses encontraron que un gen que produce la enzima Maoa tiene
una relación con la violencia. Cuando este está mutado hay bajos niveles de la
enzima, lo que produce mayores índices de agresividad. En 2002, científicos
neocelandeses hallaron que cuando esto se conjuga con una infancia traumática,
el riesgo es aún mayor.
·
Numerosos
trabajos señalan que los criminales convictos tienen una menor actividad en
áreas como la corteza prefrontal, involucrada con el control de los impulsos.
Así mismo se ha visto que los psicópatas tienen un 18 por ciento más pequeña la
amígdala, la región del cerebro encargada de procesar las emociones.
·
Adrien Raine
ha constatado científicamente que los psicópatas, en reposo, tiene un ritmo
cardiaco mucho más bajo del normal.
FUENTE, http://www.semana.com/vida-moderna/articulo/la-biologia-mentes-criminales.
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